CAPÍTULO III

LA MISERICORDIA DE DIOS

 

Y en el centro de la Pedagogía divina se encuentra la Misericordia de Dios-Padre que se repite hasta hoy día y que ya se ha realizado a través de la Historia Sagrada del mundo, en la que vamos viendo y constatando que Dios se inclina siempre a su Bondad, a pesar de los pecados de los hombres. Dios está cerca de los que pecan porque desea que vuelvan a Él, y de los más pequeños porque en su inocencia, le glorifican. Es conmovedor leer el relato de un Dios que se complace en las ofrendas que le hace Abel: su ganado, sus ovejas, el sacrificio más pequeño y el más pobre. Caín es el fuerte, el rico, el que abandona a Dios porque quiere, no acepta la ayuda divina.

La historia de la humanidad es un sí y un no por parte del hombre y la espera ansiosa de Dios. Y siempre se repite, el abandono y la vuelta al Creador, que nunca falla.

De este modo en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió la “misericordia”. Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición vetero-testamentaria de la misericordia divina. No solo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, Él mismo la encarna y personifica. Él mismo es en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en Él, Dios se hace concretamente visible, como Padre, rico en misericordia (Ef, 2,4)[1]

En la Parábola del hijo pródigo, el Padre que es el propio Dios,  es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no solamente con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa, después de haber malgastado el patrimonio; se expresa aún con más plenitud con aquella alegría, con aquella celebración tan generosa para el disipador después de su vuelta, de tal manera que suscita contrariedad y envidia en el hermano mayor.[2]

El padre del pródigo sale todos los días a la terraza de su casa en espera de la vuelta de su hijo. Y así se entiende que ya desde lejos, advierta que la figura de ese hombre con caminar lento, se parece a la silueta de su hijo. Y no se queda a la puerta o sentado para comprobar si es él y si viene arrepentido. Dios Padre corre al camino con los brazos abiertos y acoge con amor al hijo perdido. No hay reprimenda, ni sermones, ni palabras agrias, ni echarle en cara su ingratitud o el despilfarro de una fortuna recogida y mal gastada antes de tiempo. Le salió conmovido al encuentro, le echó los brazos al cuello y lo besó (Luc. 15,20).

La madre, cuando ve venir al niño arrepentido, con lágrimas en los ojos, escondido detrás de cualquier obstáculo que le oculte un poco a su mirada -está avergonzado-, va a por él y lo estrecha entre sus brazos.

El amor del Padre es gratuito, es un amor fiel que no se deja llevar por el cansancio, por el agotamiento de una espera que parece a veces, eterna. ¿Hay tiempo de espera en Dios? No. Su amor es inagotable. Espera siempre que el hijo vuelva y hace todo lo posible por hacerse el encontradizo. Se adelanta. Se hace ver. Se asoma... Es como un silbido especial que sólo oye esa alma, en concreto.

Y además, utiliza para ello toda clase de estratagemas. Unas veces, es la contradicción o un dolor, una enfermedad, una situación que Él está dispuesto a resolver que sólo requiere una oración o incluso, sólo una mirada que implora perdón. O se vale de otras personas que con su palabra dan claves al que ha huido libremente, de la Casa del Padre.

El hijo pródigo está avergonzado entre los brazos de su padre, se oyen sus breves palabras entrecortadas como un eco lejano, apagadas por las frases amorosas que le dedica su padre. Se deja conducir de la mano, como los niños pequeños con la mirada puesta en el padre, aunque sus ojos llorosos y arrepentidos no les permitan ver claramente su rostro. No importa, agarrado con fuerza de esa mano se deja llevar por ella. Ya va sintiendo interiormente una calma que no tenía y parece que cesan los hipidos, ininterrumpidos hasta el momento.

El hijo pródigo, que somos cada uno de nosotros, no sale de su asombro, siente en su corazón un calor paterno-materno que le agrada, le sosiega, y su agradecimiento no se vuelca en palabras. Su silencio es elocuente. Mientras tanto, el padre no cesa de preparar generosamente una vuelta tan deseada. Le proporciona ropas, joyas y un cordero, el mejor para un banquete único.

El niño pequeño sonríe entre sus lágrimas. Es un encuentro que se repite cada vez que el niño hace algo que no está bien. Él sabe que nunca le faltarán el perdón.

Si no os hacéis como niños... y se lo dice a hombres fuertes, hechos en la rudeza de un trabajo de pescadores; a la mayoría, un conjunto de personas: varones y mujeres y niños que le siguen de cerca. No hay distinción, no explica su doctrina por separado, no hace apartes. Es un modo de llamar a todos. Hacerse como niños porque yo soy vuestro Padre y así con ese Amor os voy a querer y a perdonar, contando siempre con vuestra libertad.

Ese amor de Cristo es un amor entrañable que acoge a la humanidad  sin excepciones. Y que se repite a lo largo de los siglos. Es clarificador el mensaje que le dio a santa Faustina Kowalska en las revelaciones que Jesús le hizo y le confió: Te envío a toda la humanidad con mi Misericordia. No quiero castigar a la humanidad doliente, sino que deseo sanarla, abrazarla a mi corazón Misericordioso [3]... Tú eres la secretaria de Mi Misericordia, te he escogido para este cargo en ésta y en la vida futura [4]”...para que des a conocer a todas las almas la gran Misericordia que tengo con ellas, y que las invites a confiar en el abismo de mi Misericordia.[5]  Y el recientemente fallecido, el Papa Juan Pablo II, estableció que el segundo domingo de Pascua se celebrara en el mundo entero el día de la Misericordia Divina. No puede ser más claro el deseo de Dios con respecto a sus hijos, los hombres.

Y es entonces, cuando se comprende que todos son llamados y todos somos susceptibles del perdón de Dios. Y que como consecuencia hay que salir a por todos, porque a todos los ama Dios con ese amor que tiene entrañas de padre y de madre.

¿Qué espera Dios de nosotros?

El desánimo y la tristeza son los enemigos de la vida interior de las almas buenas. Cada día que amanece presenta nuevas luchas y asperezas, caídas pequeñas o grandes. Siempre hay que permanecer con nueva ilusión, nuevos proyectos de vida, mejorar, ensayar modos y maneras de hacer las cosas y de vencer el carácter.

Lo contrario: desear victorias personales, triunfar en la vida, estar desinhibidos, ser frívolos... Este modo de proceder es propio de niños que presumen de ser mayores y de saber mucho de la vida: Pero ¡niño!, ¡por qué  te empeñas en andar con zancos?[6] habría que decirles en voz bien alta  para que nunca puedan decir que nadie les advirtió de su desvío.

Dios Padre acoge la vuelta de todos ellos. Nunca los ha abandonado: Tu Dios te lleva como un hombre a su hijo por todo el camino que has recorrido hasta llegar hasta aquí, a este lugar (Dt. 1,31) dice el libro sagrado. Y continúa: No es éste...mi hijo predilecto, mi niño mimado. Porque cuantas veces trato de amenazarlo, me enternece su memoria, se conmueven mis entrañas y no puedo por menos de compadecerme de él, palabra de Dios (Jer. 31,20).

El Señor se compadece del pecador, del que ha caído, aunque su caída no sea grande. Son palabras que recuerdan aquellas otras: ¿Puede una mujer olvidarse del fruto de sus entrañas, no compadecerse de su hijo..? Pues aunque ella se olvidara, yo no lo haría. No lo ha hecho nunca: Cuán benigno es un padre para con sus hijos, tan benigno es Dios para los que le temen (Sal 103,13). Quiere, desea que sepan que el arrepentimiento les va a llevar como sobre alas de águila con el fin de atraerlos a Él. Es una semejanza que utiliza Dios, para explicar que son sus brazos de Padre el que los conducirá. Y añade: serán para Mí y me llenaré de indulgencia hacia ellos, como indulgente es un padre con el hijo que le sirve (Ex. 19,4). Con estas palabras, que se repiten a lo largo de la vida del hombre sobre la tierra, éste va descubriendo la misericordia divina.

Es muy atractivo y útil - para crecer en el amor a Dios-, el símil que utiliza Santa Teresa de Lisieux viéndose como un pajarillo débil y sencillo: Pues qué sería si fuera grande. Jamás tendría la audacia de comparecer en tu presencia, de dormitar delante de Ti...Sí, porque ésta es también otra debilidad del pajarito cuando quiere mirar fijamente al Sol divino y las nubes no le dejan ver ni un solo rayo: a pesar suyo sus ojos se cierran, su cabeza se esconde bajo el ala y la pobre criaturita se duerme creyendo seguir mirando fijamente a su astro querido. Pero, al despertar no se desconsuela, su corazón sigue en paz. Y vuelve a comenzar su oficio de amor.[7]

Se escucha en el Monte la voz fuerte y amorosa de Cristo: Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia (Mt. 5,7). Son palabras de Jesús a las muchedumbres de Palestina. Son las Bienaventuranzas que el Señor enseñó a sus discípulos como necesarias para alcanzar el Reino de los Cielos. Pero de un modo significativo se une la Misericordia con el mandamiento primero del amor a Dios y a los demás, una llamada a la acción y a la conversión, personales.

Ya en Isaías (43,25) leemos: Soy Yo, soy Yo quien por amor a ti borro tus pecados y no me acuerdo más de tus rebeldías. Que queda refrendado en el Nuevo Testamento en la escena del Jordán.  Cristo va a dejarse  bautizar por san Juan Bautista que, al verlo, exclama: he aquí el cordero de Dios, aquél que quita los pecados del mundo (Jn. 1,29). No puede ser más explícito el Precursor. En pocas palabras, dice ¡tanto del amor de Jesús por la humanidad!

Perdón y Misericordia. Paciencia y Ternura por parte de Dios que exigen correspondencia, respuesta, contrición y seguridad de que el rostro de Dios no se oculta: Despojaos de toda maldad y de todo engaño, de hipocresías, envidias y maledicencia, Y como niños recién nacidos  apeteced la leche espiritual, para con ella creced en orden a la salvación ( 2.Pe. 1,2 ).

 

LA CONVERSIÓN

Mi corazón está colmado de gran Misericordia para las almas y especialmente para los pobres pecadores. Si pudieran comprender que Yo soy para ellas el mejor Padre, que para ellas de mi corazón ha brotado Sangre y Agua como de una fuente desbordante de misericordia; para ellas vivo en el tabernáculo; como Rey de Misericordia deseo colmar las almas de gracias, pero no quieren aceptarlas.[8]

Es una queja muy clara que invita a la conversión. Los medios son los Sacramentos: la Eucaristía y el Sacramento del Perdón, instituidos por Cristo. Reconocer el pecado en la confesión contrita y veraz, y santificar esa intención de vuelta al padre, al participar en la santa Misa y recibir a Cristo en la Eucaristía. Eso es apeteced la leche del espíritu, que dice san Pedro.

Y ese dolor del Corazón de Cristo es más explícito todavía: Qué grande es la indiferencia de las almas por tanta bondad, por tantas pruebas de amor. Mi corazón está recompensado solamente con  ingratitud, con olvido por parte de las almas que viven en el mundo. Tienen tiempo para todo, solamente no tienen tiempo para venir a Mí a tomar las gracias.[9]

Estas palabras de Cristo son desgarradoras y es vital apresurarse a responder a su gracia. Hay que ayudar a los que están y viven lejos de Él.  Un santo de hoy, -del que se puede decir que transmitía la presencia y el gran amor de Jesús por los hombres- san  Josemaría Escrivá lo dice de un modo sencillo, con ejemplos de vida de infancia, después de haberlos experimentado él mismo y en su  apostolado personal. Y recurre a una estampa que se repite en la vida de los pequeñines, para así hacer más cercano a Dios: Hagamos presente a Jesús que somos niños. Y los niños, los niños chiquitines y sencillos, ¡cuánto sufren para subir un escalón! Están allí, al parecer perdiendo el tiempo. Por fin, han subido. Ahora otro escalón. Con las manos y los pies, y con el impulso de todo el cuerpo, logran un  nuevo triunfo: otro escalón. Y vuelta a empezar. ¡Qué esfuerzos! Ya faltan pocos..., pero, entonces, un traspiés...y ¡hala!...abajo. Lleno de golpes, inundado de lágrimas, el pobre niño comienza, recomienza el ascenso.

Así, nosotros, Jesús, cuando estamos solos. Cógenos Tú en tus brazos amables, como un Amigo grande y bueno del niño sencillo; no nos dejes hasta que estemos arriba; y entonces-¡oh, entonces!- sabremos corresponder a tu Amor Misericordioso, con audacias infantiles, diciéndote, dulce, Señor, que, fuera de María y José, no ha habido, ni habrá mortal-eso que los ha habido locos- que te quiera como te quiero yo.[10]

Así, al alma más dura, más lejana y más enfangada le puede resultar más sencillo y decidirse a ser audaz, dejarse coger en brazos por Dios. Entonces ese ascender es fácil porque los brazos de Dios no le dejan caer -si corresponde a su amor-, aunque solo sea por gratitud.

El Dios amoroso, en su Hijo Jesucristo, ha dejado todas las posibilidades que se pueden dar en el perdón. Sin tiempo pero en el tiempo, Dios espera  porque sabemos, lo ha dicho, que Él no desea que nadie perezca sino que todos se conviertan. De ese modo queda claro que la exclusión del Amor la realiza solo el hombre, usando mal de su libertad, ofuscado en sí mismo, en sus cosas.

De ahí la importancia de que Dios sea conocido por todos y de que se hable de su Misericordia, incitando a la petición de perdón, a una conversión verdadera.

Y una vez iniciada la conversión, se vuelve al encuentro entre el Padre y el hijo pródigo. Se inicia una conversación que puede contemplarse bajo dos aspectos: el hijo, que vuelve contrito y humillado solo desea comer de las bellotas que se dan a los cerdos, pide perdón por sus malos actos y se quiere arrodillar ante su padre. No se encuentra digno de ser bien recibido. No piensa que porque es hijo – ya que su acción ha sido denigrante-, se merece la amistad y el amor de su padre. No. Se arrepiente, llora y se deja abrazar por un Padre tan bueno. Y la del Padre, que ha olvidado la culpa por amor.

Dios siempre dice: ¡Ven!: Señor, tu bondad alcanza hasta los cielos, tu fidelidad hasta las nubes... ¡Qué preciosa es tu misericordia, oh Dios! (Sal. 35, 6-8). Dios espera ansioso. Su corazón indulgente no guarda rencores, ni trae al momento el recuerdo del mal paso.

Pero el Corazón de Cristo no solo desea la conversión de los pecadores, es más exigente, pide con palabras muy claras a las almas elegidas, a las que están con Él, que den más. Y es dura su pregunta: ¿Tampoco entienden el amor de mi corazón? Y aquí también, se ha desilusionado Mi corazón: no encuentro el abandono total en Mi amor. Tantas reservas, tantas desconfianzas, tanta precaución. Para consolarte, te diré que hay almas que viven en el mundo, que me quieren sinceramente, en sus corazones permanezco con delicia, pero son pocas...Lo que más dolorosamente hiere mi corazón es la infidelidad del alma elegida por Mí, especialmente; esas infidelidades son como espadas que traspasan Mi Corazón.[11]

La queja de Jesús llega al fondo de los corazones y la respuesta ha de ser rápida, mejorar, hacer que los deseos lleguen a ser obras vivas, consolar el Corazón de Cristo. Y decirle muchas veces durante el día: Reconozco mi torpeza, Amor mío, que es tanta..., tanta, que hasta cuando quiero acariciar hago daño.-Suaviza las maneras de mi alma: dáme, quiero que me des, dentro de la recia virilidad de la vida de infancia, esa delicadeza y mimo que los niños tienen para tratar, con íntima efusión de Amor, a sus padres.[12]

 

HABRÁ UNA GRAN FIESTA

Y entonces, el Padre del hijo pródigo, gratuitamente y porque Él lo desea le encomienda una doble tarea sin palabras: que se mantenga en el camino recién emprendido y que lo enseñe a recorrer a los demás. No ha de quedarse en él, en su satisfacción personal, es necesario que comunique lo que se ha verificado en su alma.

Jesucristo enseña que enseguida el padre del hijo pródigo desea comunicar a sus amigos y vecinos que ha vuelto su hijo y da una gran fiesta y hay regocijo: habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepienta que por la vida de cien justos, dejó también, escrito.

La unión del hijo pecador y agradecido junto a un padre misericordioso es una enseñanza evangélica muy clara y determinante. Es así como desea Dios Padre que reaccionen los hombres. Tanto el hijo pecador como el que no lo es, son hijos de Dios. Es una enseñanza que no se debe de olvidar.

Los pecadores que se convierten y que han escrito sobre su vuelta a Dios, lo hacen con el conocimiento claro de que otros, a su vez, conociendo su vida anterior y la misericordia de Dios para con ellos, les sigan en la ruta nueva que han emprendido, no en vano desean comunicar su felicidad y su descubrimiento de la paternidad divina.

El pecador arrepentido entra en la casa del Padre con todos los honores: porque los que son movidos por el espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción por el que clamamos: ¡Abbá, Padre! El espíritu mismo da testimonio de que somos hijos de Dios (Rom. 8,14-17).

El alma que ha experimentado tantas veces esa misericordia se puede decir que ha hallado ese tesoro del que habla el Señor: donde está tu tesoro, allí está tu corazón. Y la lucha que mantiene para no alejarse de ese lugar donde se encuentra su riqueza, es una lucha diaria que confía en la gracia de Dios. Desea ser  el hijo amado que utiliza bien su libertad.  Si antes se dedicó a servir a dos señores ya conoce la dificultad que entraña estar entre dos aguas, es tan patente ahora para él. Sabe que servir a Dios y a las riquezas es volver al mundo de las tinieblas. Y viene en su ayuda el aviso claro señalado en san Juan: Está la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis luz para que no os sorprendan las tinieblas (Jn. 12,35). Sabe que si por debilidad cae, y las cadenas intentan atraparle, si recurre a Dios Padre, aunque esas cadenas sean fuertes y se encuentre excesivamente agarrado, siempre es tiempo de rectificar, siempre hay lugar para el Amor divino. El modo de recibirle es el de una nueva acogida. Y le sucede algo que nunca pensó que él, tan fuera de la vida divina, se sintiera capaz de pedirle a Dios que vuelva a apretarle entre sus brazos fuertes y que, esta vez también pueda sentir la misma seguridad que entonces. Y que le ayude a no caer más. Ya ha dado cabida en su corazón a un arrepentimiento al reconocerse indigno. Ya se vislumbra un cierto inicio de dolor que espera enternecer el corazón de su Dios aunque, al mismo tiempo, sienta una cierta desilusión porque ha vuelto a caer: Ese descorazonamiento que te producen tus faltas de generosidad, tus caídas, tus retrocesos-quizá solo aparentes- te da la impresión muchas veces de que has roto algo de subido valor (tu santificación).

No te apures: lleva a la vida sobrenatural el modo discreto que para resolver un conflicto semejante emplean los niños sencillos.

Han roto -por fragilidad, casi siempre- un objeto muy estimado por su padre.-Lo sienten, quizá lloran, pero van a consolar su pena con el dueño de la cosa inutilizada por su torpeza...,y el padre olvida el valor-aunque sea grande-del objeto destruido y, lleno de ternura, no solo perdona, sino que consuela y anima al chiquitín.-Aprende.[13]

La mayor gracia que el Señor puede hacer a un alma  es la de  mostrarle su pequeñez, la incapacidad para todo bien, de tal modo que ante esa imposibilidad, se vuelva hacia Dios para pedirle su ayuda.

Y las almas santas, las que permanecen junto al Señor, ya reconocida su pequeñez, son audaces, le prometen su ayuda y se lo dicen: El recuerdo de las ofensas que se hacen al Señor me viene a veces con fuerza, haciéndome sufrir  y pareciéndome así como si el Señor quisiese que, a pesar de todo lo que soy, le amase y me entregase en cambio.[14]

Es claro entonces, el grito del poeta que reconoce su culpa y vuelve: ... Es la noche. Es la sombra. Es el no verte/Señor, en la ceguera del pecado/ la más amarga, cruel, trágica muerte.../Te tuve en mis entrañas sepultado/ Tanto tiempo, Señor, sin conocerte.../¡Mas nuevamente en mí has resucitado![15]

Qué hijo bueno no es capaz de evitar el dolor de su padre o de su madre y si es necesario sufrir por ellos. Así quien ama de verdad a Dios, repara en lo que puede y se brinda al sufrimiento, porque ha experimentado la Misericordia divina. Una vez más, por si no estuviera bien claro, el Salmo 145 expresa esta misericordia en cada uno de sus versículos: Dios es fiel en todas sus palabras y piadoso en todas sus obras. Sostiene a los que caen y levanta a los que se humillan. Todos le miran expectantes y Él les da, a su tiempo, el alimento conveniente. Es justo en todos sus caminos y misericordioso en todas sus obras. Está cerca de cuantos le invocan, de cuantos le quieren de verdad. Satisface los deseos de los que le siguen, oye sus clamores y les salva. Guarda a cuantos le aman...

 

El PERDÓN DEL HOMBRE HACIA EL HOMBRE

Hasta ahora se ha comentado el perdón de Dios. El alma, a semejanza del niño pequeño ha de ir aprendiendo a perdonar a los demás que, en principio, son sus padres y cuidadores y los amigos del colegio, para ir extendiendo después su misericordia con todos los que le rodean.

Ahora se entra a saber cómo cada hombre debe perdonar a su semejante. El Padrenuestro, oración que enseñó el mismo Cristo a petición de sus discípulos, es la oración por excelencia. Y en ella se encuentra una frase determinante y clarificadora: y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. El texto viene a significar que Dios condiciona el perdón de nuestros pecados al perdón que cada uno concede a los que le han ofendido.

Es una exigencia que queda perfectamente expresada por el mismo Jesucristo y que se encuentra en san  Mateo: porque si vosotros perdonáis a otro sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre Celestial. Pero si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados (6,14-16).

Cuenta Teresa de Lisieux que sentía una cierta antipatía natural hacia una persona que tenía el don de desagradarle en todo. Resiste con valentía a estos sentimientos valiéndose de una estratagema bastante ingeniosa y fácil de imitar: me apliqué a hacer por aquella hermana lo que hubiera hecho por la persona más querida. Cada vez que la encontraba rogaba a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y méritos. Conocía que esto agradaba mucho a mi Jesús, pues no hay artista que no le guste recibir alabanzas por sus obras y el Divino Artista de las almas se complace en que uno no se detenga en lo exterior, sino que penetrando hasta en el santuario íntimo que ha elegido por morada, admiremos la belleza de este. [16]

No cabe duda de que este modo de proceder allana el camino  de  la misericordia, del perdón. Todo es cuestión de elegir caminos, buscar soluciones, proponerse amarlas, cosas que faciliten el trato con esas personas que por su modo de proceder dificultan nuestro perdón y que en momentos determinados de nuestra vida, se cruzan en nuestro camino. Y esto ha de llevarse a cabo ¿siempre? ¡Siempre!

El Evangelio narra que san Pedro pregunta directamente a Jesús: Señor, ¿cuantas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí?

Es una pregunta directa sin circunloquios, ni reservas. Señor, cuántas veces... Y la expectación es impresionante, están todos atentos a una respuesta que les interesa mucho. Como seres humanos caídos por el pecado, todos piensan que el número ha de ser alto pero con un límite. ¿Acaso siete veces? Ya les parece mucho. Cuando se trata de perdonar al otro se piensa en números concretos, cuando el pecador es uno mismo siempre hay disculpa y se eleva la cantidad o no se tiene en cuenta. ¡Condición humana! Esa es la realidad: para disculpar mi error, no hay límite. Para el otro, sí.

Por eso la respuesta de Cristo, segura, amable, fuerte que esconde una mirada de acogimiento es: No digo ya hasta siete veces siete, sino hasta setenta veces siete. Se oye el murmullo de sorpresa y de rechazo a un mandato tan duro, sino fuera porque es el Maestro amado quizá, hubieran replicado.

No es extraño que el alma que quiere hacer la voluntad de Dios ante este mandamiento de amor suplique: Reconozco que eso es lo más perfecto y lo que te agrada más, pero encuentro grandes obstáculos para cumplir lo que conozco. Y el Señor responde de inmediato a santa Faustina: “Niña mía, la vida en la tierra es una lucha, una gran lucha por Mi Reino, pero no tengas miedo porque no estás sola. Yo te respaldo siempre, así que apóyate en mi brazo y lucha sin temer nada. Toma el recipiente de la confianza y recoge de la fuente de la vida no solo para ti, sino que piensa también en otras almas y especialmente en aquellas que no tienen confianza en Mi bondad.[17]

Y para que quede bien clara la enseñanza, el Señor continúa con una parábola. Y su voz se oye en el silencio atento: El reino de los cielos se asemeja a un rey que quiso tomar cuentas a sus siervos. Al comenzar a tomarla se le presentó uno que le debía diez mil talentos (una gran cantidad de dinero). Como no tenía con qué pagarle, ordenó que vendieran a su mujer y a sus hijos y todo cuanto tenía para saldar esta gran deuda. Y el siervo se pone de rodillas y le suplica con lágrimas que le dé tiempo para pagarle. El rey lleno de misericordia, no solo aceptó su espera sino que condonó la deuda. Perdonó absolutamente, todo.

La generosidad del rey parece que no hizo mella en el siervo que a su vez, y de inmediato, fue a ver a uno de sus deudores y lo ahogaba exigiendo que le pagase: ¡cien denarios! Sólo con comparar las cantidades produce una cierta sorpresa, llena de asombro y pavor: ¿cómo es posible que solo por cien denarios estuviera dispuesto a matar a su deudor? No solo no perdona, sino que se convierte en posible asesino del que le debe una cantidad irrisoria, en comparación con la que él debía a su señor.

Esta situación desigual irrita a cualquier persona medianamente justa. Pues así sucede muchas veces en la vida. Se mantiene el corazón duro con aquellos que han herido nuestro orgullo, o que han cometido alguna falta leve o grave. Y perdura en la mente la ofensa, no hay perdón, ni misericordia.

Quizá el pecador -que puede ser cualquier hombre-, se mantiene en la misma posición que el hermano mayor del hijo pródigo -del que se habla poco-, pero que representa una situación parecida. Contempla con envidia cómo su padre  recibe a su hermano, no está dispuesto a entrar en la fiesta de reconciliación, le duele profundamente que se sacrifique un ternero cebado que consideraba que era suyo, ya que él si había permanecido fiel.

Estas reacciones que han engendrado una fuerte envidia -grandes o pequeños rencores que permanecen grabados en el corazón-, dan como fruto reacciones fuertes de orgullo, de indignación, de rabia sin pararse a admitir que lo importante es que ha vuelto el pecador, contristado y arrepentido.

Es una reacción a evitar, aun en cosas muy pequeñas, que se van convirtiendo en muros altos y que desde detrás de ellos es difícil contemplar a la humanidad, aunque ésta esté muy cerca.

Ejemplos cristianos hay muchos, pero algunos son especialmente significativos: el Papa Juan Pablo II al entrar por primera vez, en una Sinagoga Judía y orar con ellos, al salir los llamó los “hermanos mayores en la fe”, que es una realidad que no se había contemplado hasta entonces, quizá por ignorancia cultural. El amor de un hijo de Dios a sus hermanos le hizo ver la realidad: todos somos una gran familia, la familia de los hijos de Dios.

Otro ejemplo fue el de pedir perdón por los males que han podido hacer las personas que han estado al frente de la Iglesia o los propios cristianos por no haber sabido enseñar y vivir bien esta virtud de la misericordia.

¿Qué es o en qué consiste el perdón? Habría que preguntarse ya que cuesta tanto vivirlo. Es un pregunta que requiere una reflexión seria y comprometida. El perdón es una liberación personal que deja al hombre en paz frente a los problemas que él mismo ha creado. Y respira tranquilo y valora al prójimo, por lo menos en un tanto por ciento parecido al que se valora a sí mismo. Se siente entonces interiormente, serenidad. Ya no hay monólogos donde el orgullo o la vanidad han quedado heridos, hay sosiego. Se puede mirar de frente al amigo, al pariente, al compañero de trabajo, a la mujer, al marido, a los hijos, a los hermanos...

Dar el perdón es reconocer la propia miseria porque todos y cada uno erramos más de siete veces que, según dice la Escritura, son las que falla el justo y claramente ser justos no es tan fácil, aunque sí es posible y hay que luchar para conseguirlo.

El perdón abre otra vez a la vida, hay ya un futuro común con aquellos a los que se dejó solos en el camino y ya se circula acompañado de ellos. La vida cambia de color, es diferente, se mira a la otra persona con ojos limpios y se descubren miles de posibilidades y de valores que se encontraban ocultos detrás del velo del orgullo.

La famosa frase: “ahora empiezo de nuevo, otra vez”, da impulsos para vivir mejor y sobre todo, para tratar con los demás, para ver en ellos a hijos de Dios.

El padre del hijo pródigo, el mismo Dios, ha perdonado también al hijo mayor, al que era fiel, que no quiso participar de la fiesta y que no se alegró en principio de la vuelta de su hermano. Es de esperar que se llegara a la reconciliación de los dos hermanos, aunque la parábola no lo dice.

Y la pregunta llega a máximos: ¿Es posible perdonar y olvidarlo todo, cuando ha habido una grave ofensa: un asesinato del padre o de la madre, una prisión injusta, un secuestro, una vejación continuada en un tiempo...?

 

LA CRUZ COMO RESPUESTA

La respuesta está en la Cruz. Son dos momentos de esa tarde del Viernes Santo. Jesús acaba de ser crucificado junto a dos ladrones. Oye los insultos, mientras que a Él le clavan manos y pies. Surge de lo profundo de un corazón que ama, sin necesidad de pararse a pensar: ¡Redimir tu dolor, borrar Tu pena/ poder morir por Ti dando la vida/ por cada gota que Tu sangre vierte!...[18]

Y uno de ellos le defiende, refiere la verdad: tú y yo somos ladrones, pero Éste no ha hecho nada. Y solicita con humildad entrar en su Reino. La respuesta es inmediata: “hoy -no mañana o dentro de un tiempo-, hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Y pocas horas después se oyen, claramente otra vez, sus palabras de perdón en la tarde terrible, oscura, olvidado de todos y maltratado, escupido, azotado...

Y aun hay más, se escucha la burla de los que se ríen de Él al ver el letrero que han colocado en la Cruz: “Jesús nazareno, rey de los judíos”: Si es verdad, baja de la Cruz y demuéstralo, dicen a carcajadas. Está claro que la ignorancia y la dureza de su corazón les hace decir semejantes palabras.

Y la respuesta de Jesús es serena, su voz es fuerte, a pesar de su debilidad, llega a todos: Padre, perdónalos porque no  saben lo que hacen.

Y hay todavía otro modo de ser misericordioso, que se recoge también, en la Escritura y que Él acaba de cumplir en la Cruz: orad por los que os persiguen (Mt. 5,44). La enseñanza cristiana recogida en su Pasión, es  perdonar y rezar por los que nos hacen mal.

Y aún se puede pedir más. Se lee en la Carta de San Pablo a los Romanos: El que no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros, ¿Cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas? ( 8,32).

Si Dios Padre consintió en la entrega de Dios Hijo, Jesucristo por los hombres: ¿qué debemos de hacer nosotros?

De ahí que la aportación cristiana del perdón, puede y debe desencadenar un verdadero entendimiento entre todos los hombres y es el germen de la paz tan ansiada.

 


 

[1] Juan Pablo II “Dives in  misericordia”  Pág. 11, pár. 2. Ed. Palabra, 1998

[2] Ibidem. Pág. 36.

[3] Santa Faustina Kowalska. O.c. Nº 1588. 

[4] Ibidem, nº 1.605

[5] Ibidem, nº 1567

[6] San Josemaría Escrivá, “Camino” nº 869.

[7] Santa Teresa de Lisieux o.c. pág. 238.

[8] Santa. Faustina Kowalska. O.c. nº367. págs,178-179

[9] Ibidem, nº 367, pág. 179

[10] San Josemaría Escrivá  “Forja” nº 346. 

[11] Santa Faustina Kowalska. O. c. Nº 367, pág. 179

[12] San Josemaría Escrivá. Camino, 883

[13] San Josemaría Escrivá. Camino, 887

[14] M. Maravillas de Jesús. “Carta” nº 167. Zamora, 1998.

[15] Bartolomé Llorens. “Una sed de eternidades” Pág, 186. Ed. Rialp. Madrid, 1997.

[16] Santa Teresa de Lisieux. O.c. pág, 214, pár. 34.

[17] Faustina Kowalska. O.c. nº 1488. pág. 528.

[18] Bartolomé Llorens, o.c. Pag. 188